14 de septiembre de 2009

El Hotel del Mundo

Por Orlando Tengri.

Tiempo espacio

El encuentro (Madrid, un amanecer rebelde)

Ella y yo nos conocimos en el mes de julio de 1997 en la calle embajadores 68 en el barrio de Lavapiés en Madrid en una casa okupa que albergaba entre otros a anarkistas, feministas, autogestivos, libertarios, globalifóbicos, todos ellos y ellas luchando por un mundo mejor y mas justo, por un mundo donde cupieran todos los mundos para darle voz a los sin voz, la cita fue convocada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y llevó por nombre segundo encuentro intercontinental por la humanidad y contra el neoliberalismo. Fuimos miles de personas las que llegamos desde los cuatro confines del planeta, la 'escoria' del mundo reunida para cambiar al sistema, luchando por un sueño, por el nuestro que era el mismo sueño de los oprimidos, de los que nadie sabía o quería saber, de las minorías, los nadies y las nadies que al juntarnos sentíamos que éramos alguien, nos reconocíamos en tanto que hermanos y hermanas como los desposeídos del mundo. El nombre de la calle en que nos conocimos es simbólico pues en ella fuimos en su momento embajadores de toda la rabia del mundo, de la rebeldía acumulada, de las ansias por mover a la indolente estructura que se pavoneaba a expensas nuestro. Esta edificación había sido un antiguo laboratorio y okupado por nosotros fue renovado como laboratorio para experimentar la revolución y sin esperarlo ni poder prevenirlo, fue también el laboratorio de un amor único y extraordinario que juntó dos mundos diferentes unidos por la rebeldía, la dignidad y Madrid. Por primera vez el mundo entero fue nuestro hotel, al que llamamos El Hotel del Mundo donde 'estar gatitos' como ella en su incipiente castellano nombraba a nuestra relación.

Segundo espacio
El viaje (isla, puerto y amarre)


Así, con la esperanza que construye amor, emprendimos el viaje, fuimos moros y judíos en una Andalucía recreada por nuestros pasos, recogimos las ramas con que trenzamos caricias en Córdoba, Alhamabra, Toledo, Cádiz, Sevilla, Granada, Valencia, el Indiano, lugares en que desarrollamos el argumento de nuestra propia road movie hasta llegar a un pueblito costero llamado Saint Laurent du Var en la Côte d'Azur francesa, lugar donde vivía esta mujer que había cruzado los mares en un velero, conocido muchas lenguas y culturas diferentes y que por tanto había elegido un mexicano como puerto, isla y mar.

Después de unas semanas juntos en aquel puerto llegó el aciago día de nuestra despedida, la noche anterior es la noche blanca mítica toda ella, noche en que hacer el amor se convirtió en un acto reivindicatorio de todos los amantes que han tenido que despedirse en todos los tiempos y lugares del mundo, noche en que el amor nos une con la persona amada por última vez a sabiendas que vas a enfrentar a un desierto y éste será el último oasis donde podrás abrevar antes de la sequía.

Tercer espacio
Encuentros que son reencuentros (¿lo qué importa es el viaje?)


Al poco tiempo de nuestra despedida en Francia ella a me avisó que pensaba ir a Cuba y luego, si yo estaba de acuerdo venir a visitarme a México, su visita que en principio sólo duraría unos días fue alargándose hasta convertirse en meses y luego en años.  
El viaje al interior del México profundo, sin fondo, abismal. Así, ella y yo emprendimos el encuentro con este país, yo, mas extranjero que ella ya que ser mexicano es ser extranjero en una tierra que dicen es propia. Montañas, planicies y costas son escoriaciones del tiempo, llagas abiertas que supuran gente. Recorrimos sus escarpados usos y costumbres, yo, como niño, ella como niña, ambos formamos banda de ingenuos y nos dejamos conquistar por su gente, por sus no dichos, por ese mirar de tres cuartos de perfil, huidizo, rebuscado y barroco. Abrimos nuestros grandes ojos a su tristeza disfrazada de gente, seres melancólicos que adquieren objetos y relaciones para mal disimular su insatisfecha felicidad. Así, comenzamos a habitar dos lenguas.

Enseguida, de nuevo el viaje hacia la ciudad luz, 69 rue Olivier Mètra, en esta calle fue el 69 de nuestras relaciones, Paris VII, universidad y universalidad, cosmopolitismo, reencuentros con los otros, los variados, los contrastantes, nosotros, el medio de contraste. Vivimos nuestra plaza de las fiestas. Para llegar a la rue Mètra era necesario remontar toda la avenida Bellevie, bella ciudad hacia la podrida sociedad del Paris de aquellos años con sus ciencias de agujeros. 
Luego de nuevo Saint Laurent du Var, escapadas a Antibes, Juin les Pins, Cagnes sur mer, Nice, Cannes, Mónaco, Imperia, Corsica última parada donde su abuelo, mezcla de Napoleón le petit y Cocodrilo Dundee, personaje bizarro para aquellos lugares plagados del neoconservadurismo que solamente el jetset internacional puede concebir.

Último espacio
La partida (Je suis venu te dire que je m'en vais)


'Vine para decirte que me marcho
y tus lágrimas nada podrán cambiar,
como bien dice Verlaine au vent mauvais...
je suis venu te dire que je m'en vais'. (Serge Gainsbourg)

Y sí, llegó el tiempo de los adioses, de los nunca jamases, de los sollozos largos y se instaló el instante distante de la memoria y la nostalgia. Pero hubo un día en que bailamos la javanesa, cuando reímos y cantamos, tiempos en que el amor se recreó en nosotros y se convirtió en nuestra babel desde donde arañamos con nuestras flechas el cielo, pero éstas un día u otro tenían que caer, en ese tiempo cuando las lanzamos no lo sabíamos porque veíamos que ellas subían remontando el cielo imparables, ingrávidas.

El tiempo del amor incendiario, libertario, viajero, explorador y autogestivo en el cual nos dimos la oportunidad de descubrirnos, de ser solidarios y de mirarnos, había concluído.

El templo de los jueces
De cómo aprendí a mirar el firmamento, donde tierra y cielo se juntan para que el amor los haga
.

Con el tiempo y la separación la memoria se convirtió en juez, comenzé a adorar religiosamente la historia de nosotros dos, y con la memoria llegó el tiempo en que me quedé sin respuestas. Las noches solitarias se convirtieron en recreaciones fantásticas de aquella noche blanca junto al Var, el sinuoso río que llevó nuestras sábanas humedecidas por suspiros hasta el mar para arrojarlos al mundo. Comencé a ser el juez mas severo de mi vida y a practicar el culto al pasado.
Han pasado los años, he buscado el calor desesperadamente en el cruel laberinto de la memoria y en nuevas relaciones, pero éstas sólo me han ofrendado ínfimos pedazos de ella encerrados en hielo y muy a menudo enclaustrados en otras mujeres, relaciones que llegaron a ser el panteón de mis deseos.
Alicaído, soy el descendiente de aquella relación, aquí estoy desnudo, mirando de frente todo lo sagrado que ella continúa trayendo a mi modernidad como mítica figura del retorno eterno. Entendí que las personas somos cada una de nosotras el templo sagrado de los jueces de este mundo.

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